Ignacio García de Leániz. Publicado en Expansión/o2/01/01o
Cuando Benjamín Espósito (Ricardo Darín), oficial de justicia jubilado, decide reabrir una causa penal archivada hace años, nos expone ante nosotros el sentido y trascendencia del empleo público y una reflexión sobre la figura del funcionario.
Tiene Argentina la extraña virtud de darnos regularmente películas de un elevadísimo nivel, a pesar de las dificultades extremas que allá padece la industria cinematográfica. Tal vez por eso mismo, los directores acuden a algo tan olvidado-y necesario- como es el talento para filmar con un presupuesto muy bajo y sin alardes técnicos obras como este thriller admirable de Juan José Campanella.
Pero además del interés propio que da el suspense de la autoría de un asesinato, su película es una magnífica reflexión sobre la realidad de la gestión pública- en este caso de la Justicia-, los peligros de su burocratización y la respuesta que en cada caso quiera dar el personal público asignado. Todo ello de gran actualidad para un pais como España con más de tres millones de funcionarios (cuyas nóminas suponen un 10,2% del PIB) y una queja generalizada sobre su calidad media de servicio desde que Larra denunciase el consabido «Vuelva usted mañana». Y mucho peor si hablamos de la Justicia.
Cartografía de un Departamento Público
Toda la primera parte de la película es un fresco vivo y detallado del funcionamiento de un Juzgado de Instrucción en el Palacio de Justicia de Buenos Aires, cuyo secretario es Benjamín Espósito. Hay detalles de pésimo servicio al ciudadano o un posible cliente interno: cada vez que suena el teléfono, el oficial –alcohólico- despacha la llamada fingiendo ser una empresa estrafalaria, para confusión del pobre demandante de servicio. Las salidas a tomar cafés (y copas) se suceden sin control alguno. La productividad es más bien baja, si ese concepto existe. Hay muchas horas llenas de vacío, por eso abunda el alcohol y el tedio. Los recursos tecnológicos son más bien escasos: se cosen a mano los expedientes como quien hace ganchillo y las máquinas de escribir mal escriben: no importa que estén defectuosas y que ello ralentice aún más el flujo lento de procesos. Nadie se queja y pide nuevas tecnologías, no vaya a ser que se modifiquen los hábitos de trabajo. El mismo Juez Titular posee una visión del servicio público donde los medios (procedimientos) priman sobre los fines (impartir justicia), enfermedad muy extendida llamada burocracia. Y esa visión va empapándose en su equipo de colaboradores: como burócratas huyen del riesgo y se sienten protegidos en sus reglamentos y dilaciones. Para ellos el ciudadano carece de rostro y apenas posee el nombre de un expediente. Nada más. Como acontece en tantos organismos públicos, pero también en nuestras empresas donde tantos son maestros en hacer muy eficientemente cosa del todo ineficaces para su cliente interno.
Y sin embargo, gran ironía, esa despersonalización de sus tareas y olvido de servicio al ciudadano hace que los tres principales integrantes de ese equipo de trabajo del Palacio de Justicia, acaben sin un yo personal también ellos. Por eso no es posible el amor entre Ricardo Darín y su fiscal jefe, Soledad Villamil. La despersonalización les ha alcanzado también a ellos y no cabe un canje de soledades.
El momento de la verdad: Excelencia y profesionalidad.
Y sin embargo en ese dolce far niente sucede un asesinato sádico. Al contemplar, en su calidad de funcionario judicial, el cadáver de la pobre victima Benjamín Espósito percibe que la justicia no es un mero procedimiento y modo de ganarse indolentemente la vida: es dar a cada uno lo suyo; en este caso hallar y llevar el culpable a los tribunales. La fiscal recién doctorada en Harvard también lo piensa. Advierten que su función pública tiene algún sentido y que éste esta ligado a reparar el sufrimiento injusto de una inocente. Para casos como esos reciben sus nóminas y el Estado les garantiza un empleo de por vida. De burócratas reactivos pasan a convertirse en profesionales activos. No es poca cosa.
Pero la burocracia y falta de profesionalidad generalizada se vuelve ahora amargamente contra ellos en su anhelo de justicia. Su magistrado jefe se desentiende del caso. Las jurisdicciones no están claras y los procedimientos priman sobre las investigaciones, bloqueándolas. Benjamín Espósito decide dar un salto mortal: forzar sus propios procedimientos para poder hallar al culpable. Pero la burocracia es implacable y su mecanismo ciego una vez puesto en marcha. El peso de la ley cae en forma de reprimenda sobre este funcionario de justicia que quería hacer… justicia: Kafka está presente en toda la película. El caso se archiva, olvidándose en la indolencia polvorienta de un sótano.
Y sin embargo el caso de la joven asesinada saca lo mejor –lo más humano y excelente- de la Fiscal, y en especial de Ricardo Darín y su compañero oficial alcohólico. Con una gran compenetración y creatividad van el secretario y el oficial desentrañando la compleja madeja del crimen. Sin apenas medios ni recursos actúan de manera tremendamente eficaz y productiva, todo lo contrario del ambiente de trabajo en el Juzgado. La película nos ofrece aquí un formidable ejemplo de trabajo en equipo y objetivo común, donde las limitaciones personales de ambos –alcohol en uno, frustraciones afectivas en otro- se complementan con el intercambio de sus fortalezas (inteligencia analítica de uno, constancia del otro). Todo ello de manera metódica pero sin caer en la burocratización mortal. Como si la persona para ser valiosa también en la función pública necesitara menos procedimientos y más fines visibles que den trascendencia a su tarea.
Y las evoluciones tan positivas que a partir de aquí va sufriendo cada miembro de este trío funcionarial (fiscal, secretario y oficial) parecen dar plena razón a aquel viejo imperativo de Píndaro: «¡Llega a ser lo que eres!». Sólo hace falta descubrirlo, como le ocurrió a un anodino funcionario de justicia llamado Benjamín Espósito. Por eso la película es tan valiosa.
Ignacio García de Leániz. Consultor de comportamiento humano
Cuando Benjamín Espósito (Ricardo Darín), oficial de justicia jubilado, decide reabrir una causa penal archivada hace años, nos expone ante nosotros el sentido y trascendencia del empleo público y una reflexión sobre la figura del funcionario.
Tiene Argentina la extraña virtud de darnos regularmente películas de un elevadísimo nivel, a pesar de las dificultades extremas que allá padece la industria cinematográfica. Tal vez por eso mismo, los directores acuden a algo tan olvidado-y necesario- como es el talento para filmar con un presupuesto muy bajo y sin alardes técnicos obras como este thriller admirable de Juan José Campanella.
Pero además del interés propio que da el suspense de la autoría de un asesinato, su película es una magnífica reflexión sobre la realidad de la gestión pública- en este caso de la Justicia-, los peligros de su burocratización y la respuesta que en cada caso quiera dar el personal público asignado. Todo ello de gran actualidad para un pais como España con más de tres millones de funcionarios (cuyas nóminas suponen un 10,2% del PIB) y una queja generalizada sobre su calidad media de servicio desde que Larra denunciase el consabido «Vuelva usted mañana». Y mucho peor si hablamos de la Justicia.
Cartografía de un Departamento Público
Toda la primera parte de la película es un fresco vivo y detallado del funcionamiento de un Juzgado de Instrucción en el Palacio de Justicia de Buenos Aires, cuyo secretario es Benjamín Espósito. Hay detalles de pésimo servicio al ciudadano o un posible cliente interno: cada vez que suena el teléfono, el oficial –alcohólico- despacha la llamada fingiendo ser una empresa estrafalaria, para confusión del pobre demandante de servicio. Las salidas a tomar cafés (y copas) se suceden sin control alguno. La productividad es más bien baja, si ese concepto existe. Hay muchas horas llenas de vacío, por eso abunda el alcohol y el tedio. Los recursos tecnológicos son más bien escasos: se cosen a mano los expedientes como quien hace ganchillo y las máquinas de escribir mal escriben: no importa que estén defectuosas y que ello ralentice aún más el flujo lento de procesos. Nadie se queja y pide nuevas tecnologías, no vaya a ser que se modifiquen los hábitos de trabajo. El mismo Juez Titular posee una visión del servicio público donde los medios (procedimientos) priman sobre los fines (impartir justicia), enfermedad muy extendida llamada burocracia. Y esa visión va empapándose en su equipo de colaboradores: como burócratas huyen del riesgo y se sienten protegidos en sus reglamentos y dilaciones. Para ellos el ciudadano carece de rostro y apenas posee el nombre de un expediente. Nada más. Como acontece en tantos organismos públicos, pero también en nuestras empresas donde tantos son maestros en hacer muy eficientemente cosa del todo ineficaces para su cliente interno.
Y sin embargo, gran ironía, esa despersonalización de sus tareas y olvido de servicio al ciudadano hace que los tres principales integrantes de ese equipo de trabajo del Palacio de Justicia, acaben sin un yo personal también ellos. Por eso no es posible el amor entre Ricardo Darín y su fiscal jefe, Soledad Villamil. La despersonalización les ha alcanzado también a ellos y no cabe un canje de soledades.
El momento de la verdad: Excelencia y profesionalidad.
Y sin embargo en ese dolce far niente sucede un asesinato sádico. Al contemplar, en su calidad de funcionario judicial, el cadáver de la pobre victima Benjamín Espósito percibe que la justicia no es un mero procedimiento y modo de ganarse indolentemente la vida: es dar a cada uno lo suyo; en este caso hallar y llevar el culpable a los tribunales. La fiscal recién doctorada en Harvard también lo piensa. Advierten que su función pública tiene algún sentido y que éste esta ligado a reparar el sufrimiento injusto de una inocente. Para casos como esos reciben sus nóminas y el Estado les garantiza un empleo de por vida. De burócratas reactivos pasan a convertirse en profesionales activos. No es poca cosa.
Pero la burocracia y falta de profesionalidad generalizada se vuelve ahora amargamente contra ellos en su anhelo de justicia. Su magistrado jefe se desentiende del caso. Las jurisdicciones no están claras y los procedimientos priman sobre las investigaciones, bloqueándolas. Benjamín Espósito decide dar un salto mortal: forzar sus propios procedimientos para poder hallar al culpable. Pero la burocracia es implacable y su mecanismo ciego una vez puesto en marcha. El peso de la ley cae en forma de reprimenda sobre este funcionario de justicia que quería hacer… justicia: Kafka está presente en toda la película. El caso se archiva, olvidándose en la indolencia polvorienta de un sótano.
Y sin embargo el caso de la joven asesinada saca lo mejor –lo más humano y excelente- de la Fiscal, y en especial de Ricardo Darín y su compañero oficial alcohólico. Con una gran compenetración y creatividad van el secretario y el oficial desentrañando la compleja madeja del crimen. Sin apenas medios ni recursos actúan de manera tremendamente eficaz y productiva, todo lo contrario del ambiente de trabajo en el Juzgado. La película nos ofrece aquí un formidable ejemplo de trabajo en equipo y objetivo común, donde las limitaciones personales de ambos –alcohol en uno, frustraciones afectivas en otro- se complementan con el intercambio de sus fortalezas (inteligencia analítica de uno, constancia del otro). Todo ello de manera metódica pero sin caer en la burocratización mortal. Como si la persona para ser valiosa también en la función pública necesitara menos procedimientos y más fines visibles que den trascendencia a su tarea.
Y las evoluciones tan positivas que a partir de aquí va sufriendo cada miembro de este trío funcionarial (fiscal, secretario y oficial) parecen dar plena razón a aquel viejo imperativo de Píndaro: «¡Llega a ser lo que eres!». Sólo hace falta descubrirlo, como le ocurrió a un anodino funcionario de justicia llamado Benjamín Espósito. Por eso la película es tan valiosa.
Ignacio García de Leániz. Consultor de comportamiento humano